Jonathan Martínez
El desalojo
Jonathan Martínez es doctor en comunicación
Habían anunciado la operación con todo el boato de un asalto militar. Daniel Esteve, voz cantante de la empresa Desokupa, prometió llegar al Casco Viejo de Bilbao acompañado de otros nueve socios con la intención de emitir en directo no solo el desalojo de una vivienda, sino también lo que estaba a punto de ocurrir en las calles, el choque cuerpo a cuerpo con los activistas, los disturbios, la estampida de las cargas policiales. Así lo sugirió el propio Esteve en un mensaje que tenía algo de amenaza. “Sé que hay patrullas de la kale por ahí buscándonos. Bueno, pues a ver si nos vemos, ¿no?”.
Era mayo de 2021 y aún coleaban los estragos de la pandemia. Aquella mañana, sobre un paisaje de viento y mascarillas, un puñado de jóvenes se reunía en la Plaza Unamuno para hacer piña y definir las estrategias. Varias patrullas de la Ertzaintza andaban ojo avizor por las inmediaciones y en las vallas ondeaban las pancartas, lemas en defensa de la okupación, proclamas antifascistas, llamadas a organizarse y a defender el barrio. Después, a partir de las ocho de la tarde, una manifestación iba a recorrer las calles del Casco Viejo a sabiendas de que a esas horas llegarían los soldados de Desokupa. Pero no llegaron.
Por lo visto, al propietario de la vivienda en cuestión le entró el canguelo al ver el clima de resistencia que se había generado en la ciudad. Así lo explicaba el propio Esteve en un vídeo que servía para notificar la retirada. Sin embargo, tras la resaca de la espantada, quedaban algunas preguntas en el aire. ¿Por qué Desokupa agradeció el apoyo de la policía autonómica vasca durante un desalojo en Abadiño? ¿Es cierto que algunos miembros de la Brigada Móvil de la Ertzaintza filtraron a la empresa informaciones sobre el dispositivo de Bilbao tal y como sostenía Esteve?
El episodio de Bilbao delata algunos rasgos operativos de la nueva derecha populista a la vez que desnuda su arquitectura ideológica. Aquí emergen la defensa violenta de la propiedad privada, la criminalización de los movimientos civiles, las exhibiciones securitarias y el idilio del negocio parapolicial con los sectores más recalcitrantes de las fuerzas de orden público. Este confuso menú de acciones ruidosas y soflamas intimidatorias sería rigurosamente marginal si no contara con un poderoso padrinazgo en las empresas de comunicación, en especial las televisiones, que han sostenido con éxito una agenda informativa fundada en el miedo.
Bajo la narrativa conservadora, el enemigo de la propiedad es el okupa, el inmigrante, la izquierda política, la asamblea de vivienda, el sindicato de clase
A menudo perdemos de vista que la crisis financiera de 2007 llevaba su pecado original en la especulación inmobiliaria. Cuenta Joseph Stiglitz que el sueño americano siempre alentó a adquirir una vivienda en propiedad. Bajo ese esquema mental, los prestamistas estadounidenses comenzaron a ofrecer gangas insensatas y millones de personas se encadenaron a hipotecas que no podían permitirse. Después los tipos de interés crecieron y las masas hipotecadas terminaron perdiéndolo todo. De aquel desorden financiero nos queda en Euskal Herria un panorama desolador de desahucios, turistificación y gentrificaciones.
David Harvey explica que la adquisición de vivienda a través del endeudamiento no solo sirve para modificar el rostro de las ciudades sino también para instaurar un nuevo sistema de valores. Así, la conciencia de clase obrera se disuelve bajo un ambiguo orgullo identitario de clase media y los valores individuales se imponen sobre la solidaridad colectiva. El propietario de vivienda que carga sobre su espalda la losa de una deuda será menos proclive a arriesgar su destino en una huelga. Bajo la narrativa conservadora, el enemigo de la propiedad es el okupa, el inmigrante, la izquierda política, la asamblea de vivienda, el sindicato de clase.
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En algún punto reciente de esta historia, los magacines televisivos dejaron de prestar atención a las plataformas de afectados por las hipotecas y elevaron a los pedestales de la fama a las empresas de seguridad inmobiliaria, hombres musculados con retórica legalista que encarnaban una suerte de heroísmo social frente al enemigo postizo de las mafias extranjeras, los anarquistas, los inadaptados. En la idea misma de la desokupación hay una maniobra retórica que confunde a mala fe la usurpación y el allanamiento de morada. Se trata, además, de esterilizar el potencial subversivo de los centros sociales para degradar la militancia autogestionaria a una forma banal de delincuencia.
Este fermento ha tenido reflejo parlamentario. En abril de 2023, en las Cortes de Castilla y León, Vox ganó el apoyo del PP para una iniciativa que exigía el desalojo de viviendas ocupadas en un plazo de 48 horas. El pasado mes de marzo, el PNV llevó una iniciativa equivalente al Congreso de los Diputados. Los dirigentes jeltzales han abrazado diversas demandas del repertorio neoconservador: el rearme policial, los alardes securitarios, el cuestionamiento de la Renta de Garantía de Ingresos, la demonización de la protesta, la subvención pública de la propiedad inmobiliaria.
Clara Zetkin definía el fascismo como la expresión más pura y concentrada de la burguesía
En los primeros años veinte, Clara Zetkin definía el fascismo como la expresión más pura y concentrada de la burguesía, un producto excedentario surgido de la descomposición del capitalismo. Es imposible derrotarlo, dice Zetkin, si no entendemos la fascinación que ejerce en amplias capas sociales que han perdido tanto su seguridad vital como su fe en el actual orden de cosas. En el nacimiento de las derechas populistas del siglo XXI concurren algunas de las condiciones económicas que nutrieron al fascismo a principios del siglo XX, no solo el empobrecimiento repentino de la clase trabajadora sino también la proletarización de las pequeñas y medianas burguesías. Pero el escenario ahora es otro.
Tras la quiebra de Lehman Brothers, la alerta humanitaria de los refugiados sirios o el derrumbamiento de la economía griega llegó algo más que las políticas europeas de austeridad. Una constelación de partidos políticos, hasta entonces inexistentes o sumidos en la irrelevancia, empezaron a armar un discurso de guante blanco en clave nacionalista y euroescéptica que neutralizaba el descontento social hacia las élites y lo convertía en embestidas de odio contra la inmigración. La nueva derecha extrema, dice Mark Bray, se ha desprendido de la vieja ferralla fascista y ha convertido el racismo etnicista de otros tiempos en xenofobia cultural y securitarismo.
Lo que parecía un residuo testimonial de otros viejos tiempos ha terminado cautivando a buena parte del espectro político y cada vez más formaciones se abonan al recurso del pánico, el rearme y la clausura migratoria. Fue precisamente el pretexto de la alarma antiterrorista lo que empujó a la administración francesa al cierre de ocho pasos fronterizos vascos en los primeros días de 2021. Desde entonces, la raya invisible que separa el norte y el sur de nuestro país ha sido testigo de devoluciones en caliente, controles de sesgo racial y un improvisado cementerio para una decena de migrantes que viajaban buscando el norte.
La violencia fronteriza no es una excepción sino una norma
La violencia fronteriza, dice Pastora Filigrana, no es una excepción sino una norma. La persona que emigra lleva la frontera a cuestas, se la encuentra en cada control policial, en cada centro de internamiento, en cada zancadilla burocrática, en el miedo a vivir siendo nadie, sin permiso de residencia, sin empleo. Esa frontera portátil la convierte de facto en un ciudadano de segundo orden, uno de esos brazos baratos que han puesto en pie sectores esenciales como la construcción, la agricultura o los cuidados pero que ahora más que nunca se encuentran bajo sospecha, tratados como potenciales delincuentes, vituperados, precarizados y expuestos al destierro.
¿Qué hay detrás, por ejemplo, de las razias contra los manteros? El pasado mes de abril, en periodo preelectoral, el centro de Bilbao se llenó una vez más de imágenes desmesuradas, uniformes, efectivos de la unidad canina, incautaciones. Como era de esperar, los canales de difusión de la extrema derecha chorreaban exabruptos xenófobos. Las administraciones, abonadas a la retórica de la mano dura, visten las redadas de defensa del comercio local. Sus argumentos serían más verosímiles si no pusieran alfombra roja a las multinacionales que ejercen una competencia desleal contra los pequeños comerciantes.
Los peones de Desokupa prometieron que regresarían a Bilbao pero no hemos vuelto a saber de ellos. En nuestro entorno ha quedado, eso sí, ese regusto amargo que acompaña a ciertas prácticas políticas. Las diatribas y la praxis de la extrema derecha se han inmiscuido en los rincones más insospechados del debate público vasco y marcan el paso de nuestras deliberaciones. A veces se visten de pequeño propietario pero hablan con la voz de un fondo buitre. Otras veces se ensañan con el carterista mientras amparan el robo legal a gran escala. Sus soluciones son coercitivas. Medraron en la sociedad del espectáculo y se sostienen sobre el frágil trapecio de las noticias falsas. Han venido para quedarse. Y va a costar desalojarlos.