Estibaliz De Miguel
«Estamos operando desde una gran mentira social, y las personas presas lo perciben con claridad desde dentro»

Estibaliz de Miguel es profesora de sociología de EHU
Defiendes que la cárcel es una institución patriarcal con un marcado enfoque androcéntrico. ¿Qué quiere decir eso?
Las cárceles son instituciones pensadas para los hombres, diseñadas para responder a los actos de transgresión de la ley que se espera de ellos, como sujetos del ámbito público. Además, el propio funcionamiento de la cárcel exacerba las masculinidades y feminidades hegemónicas. Es decir, aunque es muy importante tener en cuenta la situación de las mujeres, también lo es considerar que esa respuesta patriarcal afecta igualmente a los hombres. La cárcel es una institución que refuerza un binarismo de género, separando a hombres y mujeres en diferentes módulos, lo que genera problemas a las personas trans y no binarias.
Por otro lado, las cárceles tienen un enfoque androcéntrico porque han sido concebidas desde una visión masculina. Por ejemplo, la mayoría de las mujeres están ubicadas en módulos específicos para mujeres, pero dentro de cárceles donde la mayoría de la población carcelaria es masculina y cuyo diseño está pensado para hombres.
Las mujeres, específicamente, se ven sometidas a múltiples discriminaciones por parte del sistema penal y penitenciario. ¿Cuáles serían las principales?
Primero, habría que hablar de las políticas penitenciarias. Se trata de un tipo de política pública muy específica, diseñada para un contexto especialmente complejo, cerrado y opaco, que normalmente no es fácil de conectar con otros tipos de políticas públicas.
A esto se suma que las políticas públicas que se han intentado implementar con perspectiva de género encuentran muchas dificultades para llevarse a cabo. Entre otras cosas, porque hacen falta medios y porque es muy difícil que esa perspectiva penetre en un ámbito que tiene una serie de inercias que lo convierten en muy resistente a los cambios. Además, los propios agentes penitenciarios muestran muchas resistencias a reconocer el androcentrismo presente en las prisiones y a introducir una mirada con perspectiva de género.
Eso como cuestión general. Luego, hay muchas discriminaciones concretas y de distinto tipo. Por ejemplo, las físicas: como mencionaba antes, las mujeres suelen estar ubicadas en centros alejados de sus lugares de origen, lo que implica una mayor dispersión. En el caso de la Comunidad Autónoma Vasca, por ejemplo, la prisión de Basauri no cuenta con un módulo de mujeres, y la mayoría de las mujeres que están en la cárcel de Zaballa son vizcaínas.
También está el tema de los recursos y los equipamientos destinados a ellas. Las propias mujeres suelen decir: “Nosotras somos las últimas a la hora de distribuir los recursos”, ya sea en cuanto a programas, equipamientos o el acceso a espacios comunes con los hombres.
Las cárceles son instituciones pensadas para los hombres
En el día a día, hay muchos estereotipos, prejuicios e infantilización. Persiste una idea atávica sobre las mujeres transgresoras, aquellas que no cumplen las normas. Se sigue creyendo que son especialmente manipuladoras, y a las mujeres presas se las considera particularmente demandantes, como si pidieran demasiado o sobrecargaran los servicios sanitarios y sociales. Pero no se comprende cuál es su situación: muchas de ellas, en su gran mayoría, han vivido experiencias de violencia de género, son quienes están pendientes de sus hijos e hijas, y la maternidad pesa mucho en su vida. También se las juzga en función de su rol como madres, algo que no ocurre con los hombres.
A esto se suma que muchas atraviesan padecimientos emocionales que se manifiestan físicamente, y que se interpretan como que son “demasiado exigentes” o “pesadas”, porque constantemente piden respuestas al personal penitenciario. A menudo también se las infantiliza, no se autoriza su voz. He conocido casos en los que mujeres han dicho: “No queremos participar en este grupo de habilidades sociales porque es mixto, y no nos sentimos seguras en ese espacio”. Esa decisión se interpreta como una falta de colaboración, como que “no quieren participar”. Pero la lectura podría ser otra: en muchos casos, ellas tienen una vulnerabilidad específica o situaciones delicadas relacionadas precisamente con los hombres, y no quieren exponerse a ese riesgo. Hay un gran problema con cómo se interpretan sus comportamientos.
Luego, hay otro bloque de cuestiones más graves y estructurales: cómo se responde a la maternidad, a la alta prevalencia de la violencia de género, y a otras cuestiones que atraviesan a las mujeres presas. Porque la cárcel no solo es patriarcal: también es capitalista, racista y colonial. Se responde mal —o no se responde— a las situaciones de pobreza que viven muchas mujeres, a su exclusión social. Se persigue especialmente a personas migrantes: hay un alto porcentaje de mujeres migrantes encarceladas, y esto no se debe a que cometan más delitos, sino a una lógica de selectividad penal que apunta a determinados perfiles y delitos. Esto también ocurre con el pueblo gitano.
Y hay ejemplos flagrantes. Por ejemplo, una compañera alertó hace unos meses sobre los problemas para llevar a las mujeres a consultas ginecológicas. Las llevaban esposadas y, en algunos casos, ni siquiera les quitaban las esposas durante la consulta, y la policía permanecía dentro. Que en pleno siglo XXI, en 2025, sigan existiendo mujeres que van esposadas a una consulta ginecológica, es como para tirarse de los pelos.
¿Qué impactos genera el encierro penitenciario en los cuerpos y las mentes de las mujeres presas?
Los indicadores señalan muchos padecimientos físicos, que van desde situaciones más leves, como dolores de cabeza, malestares corporales, dificultades para comer o insomnio, hasta ataques de ansiedad, intentos de suicidio y autolesiones.
Estos síntomas también se dan entre la población masculina, pero hay algo muy distintivo en el caso de las mujeres: la percepción del estigma.
La estima y la autoimagen se construyen socialmente. Es en la interacción con el entorno donde una persona forma su identidad y su propia autoimagen. Si desde fuera el mensaje que reciben es: no eres suficientemente responsable, no sabes hacerte cargo de tu vida ni de tu familia, eres mala, monstruosa por haber delinquido, viciosa por haber consumido... ¿qué imagen puede construirse una de sí misma? Y eso es algo que se queda impregnado en los cuerpos. Eso influye a la hora de afrontar el futuro y la salida de prisión.
Se habla mucho de “humanizar la cárcel”, pero la cárcel y la humanización son, en realidad, un oxímoron. La cárcel es deshumanizante.
Aunque, evidentemente no es lo mismo tener un clima institucional que otro. Eso está claro, y no debemos banalizarlo ni pasarlo por alto. Podemos introducir una serie de mejoras. No es lo mismo una cárcel antigua, con ratas y cucarachas —como ocurrió en ocasiones en Nanclares de Oca-Langraitz— que una prisión nueva, limpia, bien equipada. Tampoco es lo mismo tener un trato cotidiano con el funcionariado más o menos cordial, que sepa abordar los conflictos y no los genere ni los exacerbe, que convivir con un trato agresivo diario. Ese tipo de trato actúa como una gota malaya: va erosionando, poco a poco, generando un sentimiento constante de estar siendo agredida.
Pero, aun con esas mejoras, la cárcel deshumaniza. Porque lo que hace es sacar a una persona de su contexto y encerrarla como forma de castigo. Y, claro, las personas dentro de la cárcel sienten una enorme injusticia. Porque saben que la vara de medir no es la misma para quienes tienen poder y privilegios que para quienes están allí dentro. No están presas porque cometan más delitos, sino porque saben que a ellas se las castiga más. De hecho, en la cárcel circula un dicho que resume muy bien esta percepción: “En este lugar maldito donde reina la tristeza, no se condena el delito, se condena la pobreza.”
Y luego está esa gran contradicción que todos conocemos: se dice que el objetivo de la pena privativa de libertad es la reinserción y la resocialización. Pero eso es, en la práctica, una ficción. Algo que no se implementa, que no se hace efectivo en el día a día. Estamos operando desde una gran mentira social, y las personas presas lo perciben con claridad desde dentro, cada día.
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Ante la situación descrita defiendes la despenalización y la articulación de medidas alternativas a la prisión.
Tenemos que partir de un problema de base: en el Estado español existe una inflación penitenciaria muy significativa. El ratio de personas presas por habitante es de los más altos de Europa Occidental.
Además, tenemos un problema porque hay una inercia punitiva muy fuerte. Es decir, tenemos interiorizado que ante cualquier problema social la respuesta debe ser punitiva, que el Estado tiene que responder con más leyes y más castigo.
Otro problema estructural son las altas tasas de prisión preventiva, que también se encuentran entre los más altos de Europa. Cuando hablamos de despenalización, de antipunitivismo, de vivir sin cárceles o de su abolición, muchas veces parece que estamos hablando de ciencia ficción cuando la ficción es precisamente lo que vivimos actualmente. Pero yo creo que es fundamental tener un horizonte hacia el que aspirar. Es mejor imaginar un mundo sin cárceles que asumir que es imposible vivir sin ellas.
Se habla mucho de “humanizar la cárcel”, pero la cárcel y la humanización son, en realidad, un oxímoron
Dicho esto, también hay medidas concretas que se pueden tomar como no abusar tanto de la prisión preventiva, articular medidas para facilitar las salidas, procesos que faciliten los terceros grados etc. Es cierto que en la Comunidad Autónoma Vasca hay cierta inclinación hacia ello, pero no es suficiente.
Pensar en alternativas implica entender que la cárcel no es un ente aislado, sino parte de un sistema más amplio que incluye al sistema penal y a las estructuras sociales. Necesitamos entender el conflicto y el delito dentro de dinámicas estructurales más complejas. Desde la perspectiva abolicionista, como dice Ruth Wilson Gilmore, la abolición no es una ausencia, sino una presencia: se trata de activar otras formas de respuesta, otras maneras de abordar el conflicto que no están visibilizadas ni valoradas.
Y aquí hay un reto de país, que tiene que ver con cómo entendemos los conflictos, y esto también podemos pensarlo en términos históricos. Tenemos un reto en el abordaje de los conflictos sociales y políticos, que se traslada también a cómo pensamos los conflictos interpersonales.
Si nos alejamos de la mirada esencialista del delito, la que construyó la criminología clásica —que piensa que el delito ocurre en ciertos estratos y en ciertos tipos de personas— y empezamos a pensar el delito como una expresión de conflicto social, la gran pregunta es: ¿qué respuestas somos capaces de dar como sociedad a esos conflictos?
Incluso cuando hablamos de conflictos históricos y políticos recientes, vemos que no hemos sido capaces de generar cierres verdaderamente sanadores para todas las partes. Falta escucha, falta pluralidad de relatos, y falta capacidad de aceptar que puede haber múltiples visiones de un mismo hecho.
¿Cómo puede realizarse ese recorrido partiendo de la situación actual? ¿Qué medidas se pueden tomar?
Además de las cuestiones que he lanzado, aquí también entra en juego el papel de los medios de comunicación, que alimentan una narrativa muy peligrosa: esa idea de que “todo castigo es poco”, o de que “la gente entra por una puerta y sale por la otra”. Esa construcción mediática hay que revisarla, porque las cifras nos dicen lo contrario.
Y esto nos lleva a cambios estructurales que no siempre son fáciles, pero que son necesarios. Uno muy claro es no pedir más penas automáticamente ante cada problema social. A veces hay que dejar de derivar inmediatamente al sistema penal, y eso implica también revisar nuestra primera reacción social y política ante los conflictos.
¿Qué papel pueden jugar las propias trabajadoras y trabajadores, los movimientos políticos, sociales y sindicales en esa transformación?
Existe una inflación penitenciaria muy significativa
Una cuestión que a mí me preocupa mucho es que el funcionariado tiene mucha capacidad de generar debate social acerca de sus condiciones laborales y de hacer una serie de reclamos. Por ejemplo, se está pidiendo desde determinados sindicatos que los funcionarios sean considerados agentes de la autoridad. Eso es muy grave. Si ya de por sí, en la calle, el hecho de ser agente de la autoridad puede generar vulneraciones de derechos —porque la palabra de un policía tiene más peso que la de un ciudadano o ciudadana—, no hablemos en un espacio cerrado, que de por sí es un espacio opaco, muy susceptible a que se produzcan muchas vulneraciones. Eso es muy grave.
¿Qué otras cuestiones puedo señalar? Hace falta recursos y hace falta mucha sensibilización. Y desde esta perspectiva, por ejemplo, ¿cuál es el papel que juegan tanto las voces de las mujeres presas como el movimiento feminista? Esta pregunta la podemos extrapolar a toda la población, pensando en otros agentes sociales, para dejar de pensar en la cárcel como un espacio cerrado.
Y claro, esto me lleva a pensar que tenemos que repensar los servicios que hay fuera de prisión y que pueden atender y sostener, por ejemplo, los terceros grados.